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Atardecer en la ciudad

A veces me pregunto qué es eso que se siente cuando uno es testigo del atardecer, que es distinto de lo que se experimenta en los amaneceres; aunque es prácticamente lo mismo, si se mira moviendo un poco el orden en que suceden los acontecimientos. 


Es avanzar hacia la oscuridad.

O retroceder hacia la luz.

Depende de cual considere uno el estado principal: la oscuridad o la luz.

Pero el atardecer, especialmente el de los domingos, es una nube que atraviesa el sol. Es poner el dedo sobre el corazón y esperar que esa sensación que comienza por los pies y sube poco a poco mientras el sol baja, no te inunde por completo.

A veces busco no sentirlo, fumo un poco. Las sensaciones son similares, pero dejan de ser tan desagradables.

Si fumo un poco más entonces me pierdo de nuevo en mi cabeza, en mis pensamientos, olvido el atardecer.

Pero a veces es necesario experimentar, para después pensar, y, por último: escribir.

Uno no puede escribir mientras está viviendo. Detener una cerveza y teclear nunca se me ha dado. Escribir significa la quietud después de la tormenta. Es, en esa quietud, revivir esa tormenta. Experimentarla nuevamente. Es un acto masoquista del pensamiento.

Pero solo a través de la literatura se pueden experimentar cosas magníficas y extraordinarias. Porque aceptémoslo; la vida es simple. Es lo que es. Hasta que alguien la escribe y entonces tiene la habilidad de convertirse en palabras; que son mejores que la vida misma.

Entonces, el atardecer ya no es la rotación de la tierra sobre su propio eje.

Atardecer se convierte en el recordatorio de que el tiempo está pasando. Que nuestro cuerpo ha dado esa vuelta sobre el eje de la tierra también, junto con la tierra, quieras o no, estés dormido o despierto, drogándote o trabajando, amando u odiando. Que esa vuelta nos ha envejecido. Nos ha hecho un poco más sabios.

O no.

A veces, y me pasaba muy a menudo cuando habitaba esa casa tan grande en la Ciudad de México, sentarse a ver el atardecer es ir a tu propio tribunal, escuchar la sentencia, los cargos, y poder alejarte, sin que nadie se haya dado cuenta de que estuviste ahí.

Era ver por la ventana, en la soledad absoluta, el paso de mi vida. Apagarme con el sol; y comenzar la noche.

Pero esos minutos eran décadas. Me gustaba jugar a suponer. Veía detrás de mi unidad habitacional gran parte de otros edificios, llenos de ventanas, donde habitaban personas de carne y hueso.

Aseguraba, que en alguna de esas ventanas alguien estaría haciendo el amor, alguien estaría llorando, alguien seguro estaba poniendo un sartén sobre la estufa o calentando agua para un café, alguien a punto de tomar un cuchillo para atravesarse las venas del antebrazo.

Y entonces pensaba si alguien, desde otra ventana, se imaginaba que alguien hacía lo que yo estaba haciendo.

Durante el atardecer, conocía mi soledad profunda en esa Ciudad. Rodeado de estímulos, era imposible sentirse solo y, sin embargo; lo hacía.

Llega un momento durante el día, en el que ese sentimiento es impostergable. Aunque tengas a alguien a tu lado.

Veía el atardecer a través de mi ventana, y me era imposible preguntarme qué estaba haciendo. Y me frustraba. Porque no estaba haciendo nada.

Ahora lo sé. Estaba viviendo, observando, sintiendo y contemplando.

Era testigo en segunda persona de mis sentimientos, mis pensamientos y mi dolor. Y era necesario para que hoy, un año después, pudiera escribirlo.

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