Tengo que reconocerle a mis papás y a mis hermanos la paciencia para aguantar a un niño de 6 años a las 8 am del sábado con el salvavidas puesto para hacer cumplir la promesa que la noche anterior mi papá, o mi hermano, o mi mamá o mis hermanas me habían hecho de llevarme a la playa si dejaba de insistir en ese momento.
Sería un mentiroso si dijera que recuerdo los detalles específicos de la playa, pero la verdad es que volví a visitar la isla cuando ya había crecido y la playa no es nada atractiva, más bien es un poco turbia, desolada y poco turística.
Pero esos son los hechos, en mi cabeza todo era distinto. Y recuerdo perfecto como podíamos pasar horas en la playa, incluso hasta oscurecer, y nunca me quería ir. Paradójicamente le guardo un terror increíble a morir ahogado.
Desde niño me aterrorizaban las historias que mi papá nos contaba para advertirnos sobre los peligros de confiarse por saber nadar. Cadáveres de niños que nunca encontraron en lagunas, cuerpos arrastrados por fuerzas físicas debajo del mar y demás.
Pero ese miedo nunca fue mayor que la sensación de amor y plenitud que sentía al estar ahí. Éramos una familia única, porque no había abuelos ni tíos ni primos, ninguna familia extra para compararse. Mi punto de referencia siempre fue mi propia familia, y ahí en la playa, por fin todo tenía sentido.
Y entendía el amor, y la importancia de la familia, de aprender, de tener cuidado, de saber esconder la cerveza en público, de comer bien, aunque eso signifique un show de mal gusto para los demás, de contar con lo único que realmente me importa.
Ya de grande, cuando tuve oportunidad de tener vacaciones en playas, no pude quitarme ese sentimiento de regresión a la infancia donde todo parecía tan simple, tan dado.
Ver al mar es una de las experiencias más sublimes, más profundas y divinas que he experimentado. Es de las pocas veces en las que no me hace falta agregar ningún elemento más a mi atención para estar enfocado. Es volver al vientre de mi madre, que es María, pero también que es la tierra.
Contemplar el mar es descubrir el universo que nos rodea, al que tenemos acceso gracias a nuestros sentidos y nuestro cuerpo físico, pero también a nuestra percepción a nivel espiritual y mental.
Seguro han escuchado la horrible expresión clasista que algunas personas utilizan para demostrar que son imbéciles y hacer sentir mal a alguien que no ha gozado de sus privilegios: “es que no conoce el mar”.
La escucho y pienso que quizá esa persona haya visitado muchas playas, pero nunca ha conocido el mar. Y entonces siento compasión, y espero que algún día de verdad conecte con esa parte que todos poseemos, pero que muchos sabemos callar con distracciones superfluas.
Quisiera terminar mis días teniendo la posibilidad de ver el mar y convertirme en él. Regresar de nuevo al origen y aceptar con los brazos abiertos la transición natural de la vida.
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